Irene Vallejo Puro cuento
EL ATLAS DE PANDORA
Cuántas veces te sorprenden las palabras que brotan de tus propios labios,
dichas sin pensar, por inercia. “No me
vengas con cuentos”, reprochas a tu hijo, cuando enhebra excusas fantasiosas
para justificarse. El espejo de su mirada te devuelve tu contradicción: lo
dices tú, precisamente tú, que te ganas la vida contando historias y urdiendo
cuentos. Tú, que has comprobado mil veces cómo una anécdota con rostro humano
deja una huella infi nitamente más honda que una idea abstracta. Tú, que
ensalzas la habilidad humana para tejer narraciones y nuestra sed inagotable de
escucharlas. Sabes que el cerebro asimila mejor la información encapsulada en
un relato y, tal vez por eso, durante milenios, hemos transmitido conocimientos
de generación en generación a través de mitos y fábulas.
Las civilizaciones necesitan justo a esas
personas que vienen con un cargamento de cuentos. El don de contar buenas
historias podría ser incluso un escudo, una protección frente al peligro.
Miguel de Cervantes, cinco años prisionero en Argel, intentó fugarse cuatro
veces con un grupo de compañeros. Cuando lo atraparon, declaró ante el bey de
Argel, el veneciano Hasán Bajá, asumiendo él solo toda la responsabilidad de la
fuga.
Son misteriosas las
razones por las que sobrevivió ileso, pues los fugitivos capturados solían
pagar su audacia con terribles suplicios o la muerte. Se alegan motivos
económicos o eróticos, aunque quizá Cervantes se salvase por la seducción de
sus relatos. Con esa hipótesis juega Bernardo Sánchez Salas en su novela
Sombras Saavedra, donde el bey Hasán reclama a Miguel cuentos sobre su tierra,
y el escritor, como una nueva Sherezade, para sobrevivir, inventa las graciosas
peripecias de un caballero extravagante y su pragmático escudero —engendrados,
como él mismo afirmó, en una cárcel—.
Aquellas andanzas imaginadas debían prolongar
el encantamiento mientras su autor esperaba el rescate y la liberación. Vivir
para contarlo y contarlo para vivir, en aproximadamente mil y una noches. Una
milenaria muchedumbre de aedos, rapsodas, juglares, trovadores, recitadores de
romances y literatura de cordel demuestra que las historias son mercancías
anheladas en todas las épocas y rincones del mundo. Y cuando emergen
revoluciones tecnológicas, desde la escritura hasta nuestras redes sociales,
las innovaciones se alían siempre con el antiquísimo ardid de la narrativa.
Durante los primeros años del cine mudo, los
espectáculos incluían a un comentarista —el “explicador”—, que relataba al
público de forma ingeniosa o disparatada lo que sucedía en las imágenes. En
ciertos lugares, las estrellas no eran tanto los actores como esos personajes
estrambóticos provistos de carracas, campanillas y gran labia.
Hasta la televisión, los
seguidores enardecidos del fútbol vibraban con el énfasis de la radio, sin
imágenes, y todavía hoy muchos aman ese ritual de escucha. Frente al supuesto
imperio de las imágenes, los podcasts y audiolibros recuperan la calidez de la
antigua oralidad. Y en los videojuegos, los casters —abreviatura de
broadcasters— son el alma de las retransmisiones y enganchan al público,
comunicando, con carisma y agilidad, la tensión y la emoción de jugar.
Deseamos una voz que nos relate nuestros
partidos y pasiones. Y aún más nos apasiona narrarnos a nosotros mismos, con el
adorno de imprecisiones y exageraciones. A partir de la memoria —esa gran
fabuladora—, armamos cada cual la propia historia y tratamos de persuadir a los
demás para que confíen en esa frágil urdimbre de invenciones. Poseemos un
cerebro narrativo que, por defecto de fábrica, tiende a adaptar los hechos a la
trama de esa novela cuyo protagonista estelar soy yo.
Como Don Quijote, las personas —y las
naciones— creemos cualquier disparate que engrandezca al héroe ideal que
llevamos dentro. A fin de cuentas, hemos tejido un mundo sustentado en la
economía y la fantasía, en contables y cuentistas. Por eso, como escribe
Antonio Basanta en Leer contra la nada, contar es el verbo que mejor define
nuestra andadura humana. “Contar objetos. Contar historias. Pero, también,
sabernos apreciados, tener la cereza de que se nos tiene en cuenta, “somos así
puro cuento”
EL PAIS SEMANAL- 16 DE ABRIL DE 2023-