viernes, 14 de junio de 2019

EL HALCÓN MALTÉS: Negro sobre negro

El halcón Maltés es una obra maestra de la literatura. Así, sin más.

Dashiell Hammett, su autor, había publicado en Black Mask sus primeros textos inaugurando un realismo de la sordidez muy alejado del estilo que primaba en el género policiaco de su época y que se basa en su propia experiencia como detective.

 Influido por un joven genio llamado Hemingway  el estilo de Hammett era seco y descarnado con diálogos erigidos en auténticos duelos. Antes de atrapar al criminal, su héroe, Sam Spade, cometía vilezas, mentía, y se tuteaba con los malvados. Houston  fue fiel a la novela de una manera asombrosa. Planificó cada escena sobre el papel especificando uno a uno los movimientos de cámara. Brillantes, por cierto. Para acabar con los recelos del estudio, el cineasta en ciernes, llevó a cabo una jugada maestra: renunció a su sueldo como director y acordó cobrar solamente como guionista. Un gesto muy acorde con lo que fue su vida. En realidad, la historia de El halcón Maltés también tiene mucho que ver con la filosofía vital de John Houston. Una carrera de obstáculos en la que casi todo es mentira y en la que el objeto de deseo (en este caso una legendaria estatuilla recubierta de joyas) no es más que una de las múltiples máscaras del fracaso.

Sólo una vez se permitió Houston escapar a las especificaciones de Hammett cuando escogió a Bogart muy lejos todavía de ser una estrella para encarnar a Sam Spade. Bogart se entregó por entero al personaje y lo humanizó. Spade era implacable, pero en su rostro se reflejaba su lucha interior. Pero si algo caracteriza a la primera película de John Houston es el haber otorgado carta de identidad al cine negro. Un cine anticipado por los gangsters de la década de los treinta que bebe del expresionismo alemán, del realismo poético y de los melodramas de Stenberg. 

En los cuarenta la sombra de la guerra incita al pesimismo y el cine como espejo de la realidad muestra un mundo en descomposición poblado por hombres depravados, mujeres amorales, seres roídos por la ambición. Las fronteras entre el bien y el mal se desdibujan en el reino de la ambigüedad moral. Tras El halcón Maltés las cámaras abandonaron los decorados, pero en el exterior la atmósfera siguió siendo turbia: las calles lluviosas, las composiciones asimétricas, la iluminación escasa y contrastada. Y el aroma de fracaso permaneció inalterable. Y si alguien sabía algo sobre el fracaso ese era John Houston. Quizás por eso la frase emblemática de la película en realidad no fue escrita por Dashiell Hammett.

ALEJANDRO HENARES

VOLVER A CAMUS

Hace unos meses  en el club de lectura volvimos a leer a Camus con recelo, casi con miedo: ¡se le ha amado tanto!

Tiembla uno de encontrarle ahora atrasado, o blando, o mezquino, o pomposo, o sacristanesco. Con cierta garantía, al menos: le recordamos lo suficientemente bien como para saber que no defendió crímenes, ni justificó masacres, ni se regodeó en el elogio político o estético (¡Sade!) de ninguna forma de crueldad. No padeció la cobardía física que suele empujar a los intelectuales al elogio de la violencia e incluso a lo que Chesterton justamente llamó "el menos viril de los vicios": la fascinación por la brutalidad. Regresamos a sus páginas y se disipan los temores. Algunas discrepancias, ciertos fetichismos lingüísticos ya obsoletos, pero por lo demás Camus no tiene ni una arruga. Más nuestro que nunca, más ecuánime, más valiente, más tonificante y lúcido que jamás. ¿A quién podemos acudir en este nuevo siglo de hiperbólicas convulsiones, con tanto pelmazo cantando el tango lacrimoso de la "crisis de los valores" y los peligros del "nuevo orden mundial", con todos los nacionalismos funcionando a pleno pulmón y un splendor veritatis sospechosamente parecido al alumbrar de las hogueras inquisitoriales, rodeados por la masificación creciente de la miseria, del hambre y de la inmolación despiadada de los niños? ¿Y si volviésemos a Camus?

Así lo hicimos. Y lo hicimos con La peste. Camus escribió La peste a poco de finalizar la segunda guerra mundial, casi al mismo tiempo que el tribunal de Nuremberg juzgaba a los criminales de guerra nazis. La mayoría de los comentaristas de La peste le han atribuido una directa intención alegórica. Se trata sin duda de una hipótesis que no por verosímil deja de ser contingente. En sentido estricto La peste es la historia minuciosa y terrible de una epidemia que se abate entre Orán y deja a la ciudad argelina angustiosamente aislada del mundo. La vinculación metafórica entre el flagelo atroz de la peste y el exterminio brutal de la guerra parece bastante plausible. El bacilo de la enfermedad puede representar aquí al germen destructivo de una abyecta realidad histórica. Nada se opone a admitir esa parábola sobre una concreta devastación humana. La memoria se convierte así en una especie de antídoto para atajar el avance de un porvenir desolado.

Pero lo que más netamente remite a un presunto alcance simbólico de La peste es la conducta de los personajes que comparecen en sus páginas y se enfrentan a una tragedia colectiva. Camus describe la propagación terrorífica de la epidemia valiéndose de un realismo implacable, situando a los habitantes de Orán frente a la crueldad de un destino que afecta sin distinción a culpables e inocentes. El censo de personajes de la novela responde a una muy profusa diversidad de caracteres. La población musulmana queda llamativamente al margen, o apenas destaca por omisión. En términos precisos, sólo un grupo de franceses protagonizan la historia infernal de la ciudad argelina asolada por la epidemia.


Aunque La peste sea, en efecto, una crónica, el texto va más allá de sus simples fronteras genéricas y ocupa otros espacios articulados a lo que podría ser la investigación moral de los acontecimientos. Ese presunto sustrato alegórico de la trama argumental se enriquece así con otros muchos aportes filosóficos y sociológicos. El novelista-cronista ha procurado en todo momento contrastar testimonios ajenos y dar sus propias respuestas a los comportamientos de unos personajes implicados de uno u otro modo en la tragedia. A veces se tiene la impresión de que todos esos personajes son el propio Camus repartido en otros tantos intérpretes de los hechos. 

Volvemos a Camus y quizá el único reproche que puede hacerse a su estilo deriva precisamente de este mérito, según apunta Octavio Paz: "Encandilado por la misma brillantez de sus fórmulas, a veces fue, más que hondo, rotundo". Concedido; pero le rescata el que no sólo trató de hacer pensar sino también de conmover sin truculencia, con hermosa sencillez. Su énfasis no insulta ni intimida sino que nos reclama: nos convoca. 

Cuando cierta vez le preguntaron en una encuesta trivial cuáles eran sus diez palabras favoritas, repuso: "el mundo, el dolor, la tierra, la madre, los hombres, el desierto, el honor, la miseria, el verano, el mar." No requirió muchas voces más ni desde luego más barriobajeras para decirnos lo que aún hoy necesitamos oír.

ALEJANDRO HENARES