EL HALCÓN MALTÉS: Negro sobre negro
El halcón Maltés es una obra maestra de la literatura. Así, sin más.
Dashiell
Hammett, su autor, había publicado en Black Mask sus primeros textos
inaugurando un realismo de la sordidez muy alejado del estilo que primaba en el
género policiaco de su época y que se basa en su propia experiencia como
detective.
Influido por un joven genio llamado Hemingway el estilo de
Hammett era seco y descarnado con diálogos erigidos en auténticos duelos. Antes
de atrapar al criminal, su héroe, Sam Spade, cometía vilezas, mentía, y se
tuteaba con los malvados. Houston fue fiel a la novela de una manera
asombrosa. Planificó cada escena sobre el papel especificando uno a uno los
movimientos de cámara. Brillantes, por cierto. Para acabar con los recelos del
estudio, el cineasta en ciernes, llevó a cabo una jugada maestra: renunció a su
sueldo como director y acordó cobrar solamente como guionista. Un gesto muy
acorde con lo que fue su vida. En realidad, la historia de El halcón Maltés también tiene mucho que ver con la filosofía vital
de John Houston. Una carrera de obstáculos en la que casi todo es mentira y en
la que el objeto de deseo (en este caso una legendaria estatuilla recubierta de
joyas) no es más que una de las múltiples máscaras del fracaso.
Sólo una vez
se permitió Houston escapar a las especificaciones de Hammett cuando escogió a
Bogart muy lejos todavía de ser una estrella para encarnar a Sam Spade. Bogart
se entregó por entero al personaje y lo humanizó. Spade era implacable, pero en
su rostro se reflejaba su lucha interior. Pero si algo caracteriza a la primera
película de John Houston es el haber otorgado carta de identidad al cine negro.
Un cine anticipado por los gangsters de la década de los treinta que bebe del
expresionismo alemán, del realismo poético y de los melodramas de Stenberg.
En
los cuarenta la sombra de la guerra incita al pesimismo y el cine como espejo
de la realidad muestra un mundo en descomposición poblado por hombres
depravados, mujeres amorales, seres roídos por la ambición. Las fronteras entre
el bien y el mal se desdibujan en el reino de la ambigüedad moral. Tras El halcón Maltés las cámaras
abandonaron los decorados, pero en el exterior la atmósfera siguió siendo
turbia: las calles lluviosas, las composiciones asimétricas, la iluminación
escasa y contrastada. Y el aroma de fracaso permaneció inalterable. Y si
alguien sabía algo sobre el fracaso ese era John Houston. Quizás por eso la
frase emblemática de la película en realidad no fue escrita por Dashiell
Hammett.