Ellas nos mantienen vivos
Las novelas, ya lo ha dicho Ian McEwan,
sobreviven gracias a la pasión femenina por la psicología humana
¿Dónde estaban los hombres? ¿Dónde los
compañeros, maridos o padres de todo ese batallón de aficionadas a la
literatura? Las novelas, ya lo ha dicho Ian McEwan, sobreviven gracias a la
pasión femenina por la psicología humana. De este puesto del mercado ellas son
las principales clientas. No creo que haya que responderles con halagos, más
bien con respeto intelectual, que debería comenzar por los propios novelistas
que, en ocasiones, se avergüenzan, he dicho bien, se avergüenzan, de cultivar
un público casi exclusivamente femenino. Me enternecieron algunas ancianas de
más de noventa años, que sin pereza y con aquel espíritu del viejo de Goya del
“todavía aprendo” acuden puntuales a sus citas con el club de lectura, y
estaban allí esa tarde, en tan calatravesco lugar, para hacer ver que en el
tercer acto de la vida la lectura puede provocar emociones que el tiempo dejó
atrás.
Por razones de corte estrictamente familiar,
mi suegra ha pasado un mes en casa. Me gusta más el término mother-in-law que
utilizan los anglosajones, suena más neutro y parece que tiene menos
connotaciones referidas al sainete familiar; aunque tal vez mother-in-lawtambién
suena a suegra para un angloparlante. El caso es que esta anciana a la que la
guerra expulsó de la escuela regresó a los libros después de haberlo hecho casi
todo en la vida: trabajar sin descanso (en la casa, en el campo, en las
preciosas labores de ganchillo y bordado), parir hijos y no pensar en sí misma.
Para llenar un
auditorio de Calatrava hace falta mucha gente. Y para llenarlo de lectores, un
milagro.
El cuerpo pasa factura y las mujeres que
lo dieron todo padecen hoy dolores que, aun denominados por la medicina como artritis
reumatoide o artrosis, habría que completar en su ficha médica con la narración
de esas vidas: cuidar la casa, lavar a mano en aguas frías, cocinar, atender a
los animales, recoger aceituna, parir hijos, hacer preciosas labores de
ganchillo o bordado en los ratos libres. Nunca estar sin hacer nada. Cuidarse
poco. Hoy, los huesos, las venas de esas madres han dicho hasta aquí hemos
llegado. Pero sus mentes se resisten a la jubilación.
Todas las tardes, después de la “novela”
televisiva, ella se ha sentado a la mesa del comedor, con un aire algo escolar,
como queriendo regresar a la escuela que le fue arrebatada, y ha tomado un
libro apoyando los codos sobre la mesa, en la posición de quien quiere cumplir
con sus deberes. Por sus manos han caído: Cinco horas con Mario, de
Delibes;Patrimonio, de Philip Roth; Recuerdos de una mujer de la
generación del 98, de Carmen Baroja y Nessi, y Juan Belmonte:
matador de toros, de Chaves Nogales. Tras las dos o tres horas de
entrega a un libro en las que se podía escuchar el tenue sonido seseante que
surgía de su boca leyendo en voz baja para ayudarse en la comprensión lectora,
iniciábamos nuestro íntimo club literario a la hora de la cena. Cómo conseguía
que la vida de los personajes o de los autores tuviera algún grado de
identificación con la suya propia es un ejemplo del poder simbólico de la
narración: la mujer que queda viuda y monologa sobre el muerto; el hombre que
se entrega al cuidado del padre (si Philip Roth escuchara la descripción que
hace mi suegra de él no se reconocería); la necesidad de ser escuchada de la
hermana de don Pío o el mundo de ayer del torero Belmonte. Todas esas
experiencias amoldadas a la lectura de una mujer que goza hoy en la vejez de lo
que hubiera deseado disfrutar de joven: tiempo para el esparcimiento,
conversación y, sobre todo, personas que dan valor a lo que dice y a lo que
hace.
Una vez escuché a un escritor, al que no
he de nombrar para no avergonzarlo, que quería tener lectores a su altura. Qué
pena ser escritor y no saber nada de la vida; ni estar agradecido a quien de
verdad te mantiene"