miércoles, 9 de octubre de 2019




LAS CENIZAS DE ÁNGELA
Frank McCourt

“Mi padre y mi madre debieron haberse quedado en NuevaYork, donde se conocieron y donde nací yo. En vez de ello, volvieron a Irlanda cuando yo tenía cuatro años, mi hermano Malachy, tres, los gemelos, Oliver y Eugene, apenas uno, y mi hermana Margaret ya estaba muerta y enterrada.

Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entienden que las infancias felices no merecen que  les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía”

Con esta recriminación a sus padres por su decisión de regresar a Irlanda y con la afirmación de que pocas cosas son tan duras como ser un niño pobre y católico en Irlanda, comienza este desgarrador relato.

Pocos autores han sabido meterse en la piel y la mente de un niño a la hora de contar sus percepciones y vivencias y, en mi modesta opinión, desde Mark Twain con sus inolvidables Tom Sawyer  y  Huckleberry Finn, ninguno como  McCourt con la diferencia que éste lo que cuenta son sus propias vivencias infantiles escritas  cuando superaba los sesenta años.

También ha habido grandes escritores como Dickens o Víctor Hugo que han tratado con acierto y realismo el tema de la pobreza y la miseria, pero McCourt lo hace desde su perspectiva infantil, con tales dosis de inocencia, que, a veces, nos hace sonreír incluso cuando trata sobre los aspectos más sórdidos de los suburbios  irlandeses: húmedas infraviviendas con retretes comunes, falta total de higiene, altísima tasa de mortalidad infantil, empleos escasos y precarios, alcoholismo, maestros autoritarios cuando no sádicos, odio y admiración hacia la pérfida Albión  y con el cine de Hollywood como única válvula de escape, al menos por unas horas, de la miseria cotidiana.

Todo ello controlado, dirigido y vigilado por una iglesia católica omnipresente y todopoderosa, administrada, en su mayoría, por curas déspotas y carentes de toda simpatía hacia os pobres.

Junto al pequeño Frankle pululan una serie de personajes dignos, muchos de ellos, de figurar en Dublineses de Joyce.

He aquí algunos:

Malachy McCourt, padre del protagonista, tipo vago e irresponsable que si bien quiere a su esposa y a sus hijos es capaz de dejarlos sin cenar, pues, en las raras ocasiones en que se ve con unos cuantos chelines en el bolsillo corre a invertirlos en pintas de cerveza en la taberna próxima.

Julia McCourt, la madre, condenada a recurrir constantemente a la beneficencia para mantener a sus hijos y a ver con impotencia como la desnutrición y la falta de higiene se los va llevando uno a uno, llegando a exclamar en cierta ocasión, por qué Dios, por variar, no se llevaba de vez en cuando al hijo de un rico.

El tío Pa Karting, que sufrió, durante la Primera Guerra Mundial, los efectos de los gases alemanes y acabó trabajando en una compañía de gas.

Margaret, madre de Angela, que no pudo perdonar, en toda su vida a su hija por, entre otras cosas, haberse casado con un irlandés del norte.

Tampoco tienen desperdicio los amigos de Frankie. Sirvan estos de muestra:

        Quingley “El preguntas”, que, a pique de morir en el intento, no cesan de preguntar a unos maestros que no están por la labor de satisfacer su gran curiosidad.

        “Cuasimodo” Deoley, chico contrahecho y jorobado cuya máxima aspiración es llegar a ser locutor  en la BBC.

        Mikey Molloy “El ataques” que presume de experto en “el cuerpo de las chicas y en cochinadas en general”

En los últimos capítulos, Frank va cumpliendo años al tiempo que, combinando más trabajos que El Lazarillo de Tormes, consigue reunir el dinero necesario para cumplir su sueño: Regresar a los Estados Unidos.

La autobiografía queda abierta para una segunda parte de la que el propio autor ya nos anticipa su título: ¡LO ES!

Un apunte final:

No sé qué pensarán los lectores españoles jóvenes o maduros de este libro, de lo que sí estoy seguro es de que muchos de los que fuimos niños en los cuarenta podemos equiparar aquella Irlanda con la España de la posguerra, pues aunque no nos afectara tan de lleno como al pequeño Frankie, sí conocimos, más o menos, directamente, algunos episodios, similares a los del libro.

JUAN CUERDA


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